jueves, 20 de mayo de 2010

Crónica de un Regreso

Sergio Cortina, periodista ovetense, escribe habitualmente en el blog Diarios de Fútbol. Oviedista en el exilio hizo el viaje Madrid-Pontevedra con la Peña Azul Madrid para animar al Real Oviedo en el primer partido de la actual fase de ascenso a Segunda División.

Suena asquerosamente almibarado pero a las seis y media de la mañana, cuando la mayor parte de las personas que iban en aquel autobús rumbo a Pontevedra dormían arropadas por un silencio tan sólo resquebrajado por el débil ronroneo de la radio, yo, en duermevela me figuré que eran las múltiples ensoñaciones sobre el partido de los allí presentes, futuros goles y jugadas de asombro imaginadas, la verdadera fuerza que impulsaba el vehículo y no el combustible que acabábamos de repostar. Eran las seis de la mañana del pasado sábado y poco más de veinte personas se acercaban desde Madrid hasta Galicia para jugar, al lado de los otros once, el primero de los seis partidos que han de llevar al Real Oviedo de vuelta a la Segunda División.

Es curioso pero experimento las mismas sensaciones antes de cada partido desde que era un crío. Creo que les ocurre a todos los hinchas y no digamos ya a los fanáticos. El cuerpo celebra pero el cerebro flota, y en ocasiones se ve inundado, por un extraño líquido que bien podría ser la destilación química de la ansiedad. Duermo pero no descanso y los nervios estrujan mi estómago hasta dejármelo del revés. Lo mismo nos ocurrió, y aquí incluyo a mi amigo José, compañero de afición desde que le conozco, el sábado pasado de camino a Pontevedra. Cantas para aliviar la tensión pero cuando tu mente consigue abstraerse por un momento del ambiente festivo, el líquido sigue trabajándote la voluntad.

Aunque no todo es sufrimiento para el aficionado al infrafútbol. Llegamos a Pontevedra, preciosa la entrada sobre la majestuosa ría, y corroboré lo que ya sabía aunque no terminábamos de creer, que nosotros sólo éramos veinte más entre los cerca de cuatro mil azules que fueron a ayudar. Son esos momentos en los que, por alguna extraña razón te sientes aliviado y sabes que el equipo va a poder con todo. Aparecen conocidos de todas partes y el día se convierte en una cabalgata que discurre alegremente entre risas, cánticos, orbayu de alcoholes locales y el exquisito trato de los pontevedreses. Todo eso engaña a los sentidos y ayuda a precipitarse hasta la hora del encuentro.

Llegamos a la grada una hora antes. Toda la tribuna de preferencia superior, parte del fondo sur y localidades sueltas hasta completar los 4.000 puestos fueron azules. El Oviedo jugó con un 4-1-4-1-4000. Empieza y se canta mucho pero algunos no las tenemos todas con nosotros. “Me da muy mala espina este partido” me repite José lamentando que muchos están vendiendo la piel del oso antes de cazarlo. Y tiene razón. Las sensaciones que yo tenía en el autobús las padece el equipo y le falta el aire, sale abrumado por la responsabilidad y juega con tres segundos de retraso. El resultado es que a las primeras de cambio ya vamos perdiendo y la eliminatoria se complica. Pero la afición sigue.

Lo he vivido miles de veces pero la respuesta de la hinchada oviedista al recibir el gol fue espectacular. No cometeré la torpeza de comparar el graderío ovetense con lo que sucede en Anfield o Celtic Park pero el concepto es calcado. Cada vez que el Oviedo recibe un gol, siempre, la parroquia trata de impulsar a los futbolistas con el doble de intensidad. Se canta y se palmea como si la vida fuese en el intento. Así sucedió en Pasarón y el equipo respondió al final de la primera parte y en el comienzo de la segunda nivelando el choque gracias a un tanto de Perona. Las crónicas dirán que fue un mal gol, con el pecho tras la pésima salida del meta local. Otros que lo marcó con el escudo y que puede ser la llave para seguir adelante. Yo no puedo narrarlo porque nada pude ver.

En el estallido por aquel gol se liberaron litros de adrenalina, litros de ese líquido química plasmación de la ansiedad en el que buceaba nuestro cerebro durante toda la semana, durante los últimos nueve años. Las gargantas se quebraron y las manos estuvieron a punto de hacerlo en el aplauso. Algún desconocido me abrazó con tanta fuerza que temí por la integridad de mis costillas y yo hice lo propio con el que tenía a mi lado. Bufandas volando por los aires hasta encontrar acomodo cuatro filas más allá y gritos que, viniendo de la entraña como venían, sólo pueden clasificarse como guturales fueron la constatación del valor de ese gol. De ahí al final insistió el Oviedo y creó peligro pero con el partido abierto, en el abismo del minuto 70, los locales consiguieron parar el marcador en el definitivo 2 a 1.

Pese a obtener un buen resultado para la estrategia, perdimos y eso duele. No obstante, la grada despidió al equipo tal y como lo recibió en el primer minuto del encuentro, con vítores y tratando de inyectarles la fuerza necesaria para darle la vuelta al asunto en casa. Como siempre. Demasiados años pisando campos regionales, demasiados desprecios y demasiado infrafútbol a cuestas como para estar contento hicieron que el viaje de regreso a Madrid se convirtiera en un rosario de caras largas. Trato de conciliar el sueño pero estoy tan cansado que apenas puedo pegar ojo hasta que a las siete de la mañana, más de un día después desde el comienzo del viaje, llegué a mi casa y caí rendido justo después de que una palabra se asome a mi pensamiento. Volveremos.

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